sábado, 23 de agosto de 2008




Me ahogaba. Era demasiado profundo. Me ahogaba.
La falta de aire me hizo perder el control de mis actos. Quería patalear, moverme, llegar arriba, donde estaban los demás. Pero no podía, ahora ese lugar era demasiado lejano para mí. Casi una utopía.
Ya no sólo se trataba de mis actos, por poco no podía razonar. Como una recopilación de hechos sin sentido, mi mente visualizaba distintas imágenes, incompletas de sonido. Acudían a mi mente con la misma velocidad con la que desaparecían. Mientras tanto yo dejaba que mi cuerpo caiga en esos abismos oscuros, hundiéndome un poquito, y otro poco.
Permití que mis lágrimas se salvaran de aquel destino, mientras que una por una brotaban de mí ser. Se deslizaban por mi rostro, y de un salto me abandonaban, entregándose a la suerte del mar. Traicioneras, todos huyen cuando no estas más de pie.
Y me ahogaba. Juro que era demasiado profundo. Ya me ahogaba.
Me ahogaban sus palabras. Me ahogaba su mirada. Me ahogaba otro poco su injusticia, sus palabras, su forma tan seria de vivir. A mí me ahogaba.
Me ahogaba su forma tan excéntrica de ser, me ahogaba su orgullo. Me aniquilaba su impaciencia y su arrogancia.
Me ahogaba el que no me hablará por días, y me ahogaban sus perdones sin sentimiento. Me aniquilaba que me diga que me amaba y que no pudiera responderle a palabras tan abstractas, que en muchas ocasiones se las llevaba el aire, y no me llegaban en verdad.
Me ahogaba la hipocresía total con la que se manejaba, me ahogaba la falta de honestidad, me desbastaba tanta mentira en una sola mirada.
Me ahogaba, como entenderán, no tener aire que respirar. Me ahogaba no tener mi lugar, aquel al que si pertenezca. ¿Dónde me encuentro hoy? ¿Qué me hace bien y que me hace mal? Este revoltijo de sentimientos que siento, ¿es normal?
Pensando estos hechos, me olvidé donde estaba. Como si el aire ahora me faltará de nuevo, sentí que ya no respiraba. Otra vez, esa maldita sensación de ahogarme. Pero que más da, si cada vez la superficie era aún más lejana, y mi voluntad por salir con vida de aquella situación se iba desvaneciendo igual que mi cuerpo. Las fuerzas se agotaban, mi actitud rozaba los lugares más bajos de aquellos abismos cubiertos de agua, y la necesidad de respirar aire me enloquecía.
Me rendí abatida por la corriente, dejándome caer. Entiéndanme, me ahogaba, era demasiado profundo, y yo me ahogaba.

sábado, 16 de agosto de 2008








Seguramente ya estaba por amanecer. No tenía un reloj ni una ventana que me diera la certeza, pero lo tenía a él, que ya comenzaba a estirarse en la cama y esbozar los bostezos más largos que alguna vez escucharé. Si no estaba equivocada, me miraría por unos segundos, luego me acariciaría el pelo, y con esa voz tan perfecta que tenía a aquellas horas de la mañana, me diría: quedate un rato más, todavía es temprano. Eran esos pequeños detalles de la cotidianidad que la hacían a una realmente feliz. Pero ya no.
Se levanto tan bruscamente de la cama que me sorprendió. No me acarició, ni me miró, ni tampoco me habló. Supuse que seguiría enojado por lo de ayer, por esas estúpidas peleas que nos separaban un poco más. Últimamente estaba siempre de mal humor, todo lo que hacía le parecía mal. Siempre tenía algún problema, algo que le molestara.
Le dije que vaya a ver si Selene estaba despierta, que a la noche la había escuchado llorar. Murmuro algo que no entendí, y luego dijo que si la había escuchado llorar me tendría que haber levantado. Su voz sonó rara, además de enojado, la escuché lejana, casi irreconocible. No le contesté, supuse que continuaría una discusión.
Por lo visto Selene seguía durmiendo porque no llego con sus pequeñas piernitas corriendo hacia mí. El se limitó a encender un cigarrillo y fumar. Le grité que lo apagará, que empezar a fumar a las siete de la mañana era de demente. Me dijo que me callará, que yo también fumaba, y que el no me molestaba por eso. Otra vez su voz sonó tan extraña, completamente desconocida.
Se acostó de un salto en la cama y comenzó a ojear el diario. Al hacerlo tuve que correrme hacia un costado, pues por primera vez los dos no cabíamos en ella. Note su cuerpo mucho más grande que lo común, prácticamente el doble.
Lo hubiera comprobado con mi vista, pero realmente estaba demasiado cansada. Decidí entonces tomarle la mano, lo que por cierto, me daba la oportunidad de reconciliarnos. No estaba equivocada, su mano era por lo menos el triple de lo común. Quise suponer que era por encontrarnos a aquella hora de la mañana, y a modo de caricia frote mis dedos con los suyos. Quito su mano de la mía de una forma vulgar que hizo que realmente me ofenda. A nadie se le niega un perdón, aunque ya había olvidado esta vez el motivo de la pelea. El se paró rudamente y caminó hacia el baño. Yo decidí levantarme también.
Me asomé hasta la ventana y noté un día detestablemente nublado. Comprobé que había llovido durante la madrugada, y que seguramente volvería a llover.
Evidentemente Selene seguía durmiendo. Entré a su habitación y prendiendo el pequeño velador que le regalamos por su cumpleaños, la tomé en mis brazos. La abracé fuertemente y casi la hago despertar. La dejé nuevamente en su cama, y mientras apagaba la luz, escuché como ya volvía a dormir. Necesitaba de su amor. En los últimos meses se había convertido en mi pequeño motor y mi único sostén. Por momentos deseba que no creciera nunca, para que así sea eternamente feliz. Por otros, querría que ya fuera grande, que podamos ser amigas, ahora más que nunca. Una aliada, alguien que me diga que todo iba a salir bien. Sí, ahora más que nunca.
Golpeé la puerta del baño. Le dije que necesitaba entrar, que hace quince minutos que estaba ahí adentro. Me dijo si no había notado que el baño estaba ocupado, que si me gustaba holgazanear más tiempo en la cama, que esperara.
Tuve ganas de gritar. Lo hubiese hecho, si no fuese tan débil, y si el teléfono no hubiese sonado. No suponía quién podía llamar a aquellas horas, y supongo que él tampoco porque salió casi corriendo del baño, a medio vestir. Me dijo que el atendía, pero ya era tarde, lo había hecho yo. Increíble, habían cortado.
Di media vuelta y lo observé. Ese no era él. Ese hombre que me miraba casi tan perturbado como yo, no era mi marido. Creo que grité, no lo recuerdo muy bien. El creo que me dijo que era una loca, que me callará. Le dije que se fuera ya mismo, que era un intruso, que no lo conocía. El me tomó de los hombros, y me dijo que era él, mi marido. Por un momento creí verlo nuevamente, casi tiernamente, como en los primeros tiempos. Luego me dijo que era una mujer realmente histérica, que últimamente estaba irreconocible. Y entonces de nuevo lo vi, a aquel intruso de la primera vez. Le dije que si pretendía robarme, no nos hiciera daño. El se rió y dijo que era una estúpida, que no podía creer tamaño “show”.
Sin embargo, aquel ser que tenía enfrente mío no era el hombre con el que yo me había casado. Su voz era ronca y bruta. Su cuerpo era, como ya lo había notado, el doble que el de mi esposo. Era mucho más alto y gordo. Su pelo era oscuro, ya no claro. Y sus ojos, no eran sus ojos el problema, sino su mirada, realmente violenta.
A mí no podría engañarme, que yo nunca veo visiones, y se reconocer entre dos seres diferentes. Le pedí que se fuera, que llamaría a la policía. Nuevamente rió y dijo que estaba detestablemente loca.
El teléfono volvió a sonar. El intruso se precipitó sobre él y cortó al instante.
Me miró nervioso, y acusado por mi mirada, me dijo que se iría un rato, hasta que se me pasara la demencia.
Yo corrí a enserarme al baño. Quería llorar pero no podía. En parte sabía que ocurriría, ¿Pero qué? ¿Qué es lo que había ocurrido recién? ¿Quién era él?
Me miré al espejo, como si pudiera encontrar allí la respuesta. Muy por lo contrario, lo que vi me dejo estupefacta. En mi reflejo, otra mujer, totalmente distinta a mí. Me estudiaba casi tan sorpresivamente, como si fuera ella la real. ¡Esa juro que no era yo!, pero entonces ¿quién era?
Agote todas mis fuerzas, toda mi voluntad. Por más que siguiera mirando y mirando, jamás la entendería. Esa mujer que ahora me observaba me resultaba tan ajena, que nunca lo aceptaría. Pero aquel baño estaba vació, más que por mí y aquel reflejo que no me correspondía.
Y con los años me acostumbré a vivir con una manta en la cabeza. Tomando lo que más feliz me hacía, e ignorando aquellas puñalazos directo a mi espíritu. Con los años me acostumbré a compartir esta relación, a veces somos dos, otras veces somos cuatro, depende del día, si esta o no esta nublado.